martes, junio 05, 2007

EQUIPO INVENCIBLE

Muchos de los problemas que presentaran los contactos con alienígenas serán evidentemente de índole política. Así lo pensó al escribir esta historia Randall Garrett, prolífico autor americano que en las décadas de los cincuenta y sesenta apareció frecuentemente en todas las revistas del género, tanto con su propio nombre como con multitud de seudónimos, y que se especializó en la «sátira social», con gran originalidad y agudeza de ingenio. En el cuento, Garrett nos plantea el clásico conflicto de las distintas delegaciones sentándose a una mesa de conferencias para tratar asuntos internacionales; pero esta vez las delegaciones son alienígenas, los asuntos interplanetarios... y los terrestres siempre terminan siendo vencidos por la marrullería de sus oponentes. Hay que buscar una solución al conflicto. Y he aquí donde interviene, una vez más, el ingenio del hombre...

En su despacho, en el piso más alto del edificio de la Embajada Terrestre en Ciudad Occeq, Bertrand Malloy hojeaba displicentemente los expedientes de los cuatro hombres que le acababan de ser asignados. Pensó que eran ejemplares típicos de la clase de gente que le enviaban. Lo que significaba, como siempre, que eran atípicos. Todo aquel que, en el Cuerpo Diplomático, contraía un tic o sufría espasmos, era embarcado hacia Saarkkad IV para trabajar a las órdenes de Bertrand Malloy, Embajador Permanente de la Tierra ante Su Suma Munificencia, el Occeq de Saarkkad.

Tomemos como ejemplo el primero de ellos. Malloy pasó el dedo a lo largo de las columnas de complejos símbolos que presentaban el análisis psicológico completo del individuo: Paranoia psicopática. Técnicamente hablando, el hombre no estaba loco, podía ser tan lúcido como cualquiera la mayor parte del tiempo. Pero sospechaba mórbidamente que todos estaban contra él. No se fiaba de nadie, y estaba perpetuamente en guardia contra conspiraciones y persecuciones imaginarias.

El segundo sufría la existencia de algún tipo de bloqueo emocional que lo colocaba continuamente entre uno u otro dilema. Era psicológicamente incapaz de tomar una decisión de una cierta importancia, si se le afrentaba con dos o más alternativas.

El tercero...

Malloy suspiró y apartó los expedientes. No había dos hombres iguales y, sin embargo, parecían tener todos una eterna similitud. Naturalmente, él se consideraba distinto, pero, después de todo, ¿acaso no era esta la similitud básica?

Tenía... ¿cuántos años? Dio una ojeada al calendario terrestre correlacionado con el saarkkado, situado inmediatamente encima de aquel. Cincuenta y nueve la semana próxima. Cincuenta y nueve años de edad. ¿Y qué otra cosa podía presentar como fruto de esos años además de unos músculos fláccidos, una piel colgante, la cara arrugada y el cabello gris?

Bueno, por lo menos tenía una excelente hoja de servicios en el Cuerpo. Era uno de los mejores en su campo. Y tenía sus memorias de Diana, muerta hacía diez años, pero todavía bella y viva en su recuerdo. Y, se sonrió suavemente a sí mismo, tenía a Saarkkad.

Miró hacia arriba, hacia el techo, y mentalmente hizo que su mirada pasase hasta el azul del cielo, más allá.

Allá lejos estaba el terrible vacío del espacio interestelar; un gran, infinito abismo abierto capaz de tragarse hombres, naves, planetas, soles y hasta galaxias enteras sin llenar su insaciable nada.

Malloy cerró los ojos. En alguna parte, por allá lejos, rugía una guerra. No le gustaba siquiera pensar en ello, pero era necesario tenerlo presente. En alguna parte, por allá lejos, las naves de la Tierra estaban alineadas contra las naves de los karna, en la guerra más importante que la Humanidad hubiese batallado jamás.

Y, Malloy lo sabía, su propia contribución tenía una cierta importancia en esta guerra. No estaba en la línea de combate, ni siquiera en una importante línea de producción de material de guerra, pero era necesario mantener los embarques de drogas fluyendo sin pausa de Saarkkad, y esto significaba mantenerse en buenas relaciones con el gobierno saarkkado.

Ellos, los saarkkados, eran humanoides en su apariencia física, si es que uno aceptaba que este concepto abarcase un amplio conjunto de diferencias; pero sus mentes no seguían la misma línea de pensamiento que las de los humanos.

Durante nueve años, Bertrand Malloy había sido Embajador en Saarkaad y, durante esos nueve años, ningún saarkkado lo había visto jamás. Haberse mostrado a uno de ellos hubiera significado una inmediata pérdida de prestigio.

Para su forma de pensar, un funcionario importante era algo lejano. A mayor importancia del mismo, mayor debía ser su aislamiento. El mismo Occeq de Saarkkad nunca era visto sino por un pequeño grupo escogido de nobles, los cuales, a su vez, no eran vistos más que por sus subordinados más directos. Era un método de trabajo largo y complicado, pero era la única forma en que los saarkaados aceptaban relacionarse. Violar esa estructura rígida significaría el cierre inmediato del suministro de productos bioquímicos que producían los laboratorios saarkkados a partir de la flora y fauna local; productos que eran vitales para la guerra de la Tierra y que no podían ser duplicados en ningún otro lugar del universo conocido.

Era trabajo de Bertrand Malloy el mantener alto el nivel de producción, y cuidar que los materiales fluyesen sin interrupción hacia la Tierra, sus avanzadas y sus aliados.

En circunstancias normales, el trabajo hubiera sido simplísimo: los saarkkados no eran difíciles de tratar. Una plantilla de personal de primera categoría los podría haber manejado casi sin esfuerzo.

Pero Malloy no tenía personal de primera categoría. Este tipo de personas no podían ser retirados de trabajos que requerían su capacidad a pleno esfuerzo. No es eficiente el malgastar a un hombre en un trabajo que puede hacer casi sin esforzarse cuando hay trabajos más importantes que pueden requerir todo su esfuerzo.

Así que a Malloy le tocaban las sobras. No las peores, naturalmente; había lugares en la Galaxia aún menos importantes para el desarrollo de la guerra que Saarkkad. Y Malloy sabía que no importaban los defectos de un hombre; mientras conservase la habilidad mental suficiente como para vestirse y llegar hasta el trabajo, se le podría hallar una tarea útil a desarrollar.

Con las taras físicas no había problemas. Un ciego puede trabajar muy a gusto en la total obscuridad de un laboratorio de revelado de films infrarrojos. La pérdida, parcial o total, de miembros, podía ser compensada en una u otra forma.

Las taras mentales ya presentaban más problemas, aunque no era totalmente imposible el paliarlas. En un mundo sin alcohol se podía controlar fácilmente a un dipsómano; y mejor sería que no tratase de fermentar su propio licor a menos que se trajese su propio fermento... lo que resultaba imposible vistas las regulaciones de esterilización.

Pero Malloy no se contentaba tan solo con minimizar las deformaciones mentales; le agradaba hallar lugares en los que esos hombres fueran útiles.

El teléfono sonó. Malloy lo alzó con un gesto habitual por la práctica.

–Aquí Malloy.

–¿Señor Malloy? –preguntó una voz cuidadosa–. Han teletipado de la Tierra una comunicación especial para usted. ¿Debo entrársela?

–Éntrela, señorita Drayson.

La señorita Drayson era uno de esos casos. Era incomunicativa. Le gustaba recoger información, pero le resultaba difícil el cederla una vez se había posesionado de ella.

Malloy la había convertido en su secretaria privada. Nada, absolutamente nada, salía de la oficina de Malloy sin una orden directa de él mismo. Le había tomado a Malloy un largo tiempo el lograr inculcar en la mente de la señorita Drayson que era perfectamente normal, y aún deseable, que impidiese que cualquiera, excepto Malloy, se enterase de los secretos.

Entró. Era una mujer de unos treinta y cinco años, bastante agraciada. Mantenía en su mano derecha unos papeles, agarrados como si alguien fuese a intentar arrebatárselos antes de que pudiera habérselos entregado a Malloy.

Los depositó cuidadosamente en el escritorio.

–Si llega algo más se lo haré saber enseguida, señor –dijo–. ¿Desea algo más?

Malloy permitió que se quedase de pie, frente a él, mientras tomaba el comunicado. Sabía que ella deseaba conocer su reacción, pero no importaba, pues nadie podría enterarse de cuál había sido a través de ella a menos que le ordenase que se la contase a alguien.

Leyó el primer párrafo, y sus ojos se agrandaron involuntariamente.

–Armisticio –dijo, en un susurro casi inaudible–. Existe una posibilidad de que la guerra haya terminado.

–Sí, señor –dijo la señorita Drayson con voz apagada.

Malloy leyó el mensaje hasta el final, luchando por mantener controladas sus emociones. La señorita Drayson permanecía allí erguida, en calma, con su rostro convertido en una máscara; sus emociones eran un secreto.

Finalmente, Malloy levantó la vista.

–En cuanto llegue a una decisión se lo haré saber, señorita Drayson. No creo casi necesario el tener que recomendarle que no salga noticia de esto de esta oficina.

–Naturalmente que no, señor.

Malloy la contempló retirarse sin verla realmente. La guerra había cesado... al menos por un tiempo. Leyó de nuevo el documento.

Los karna, a los que lentamente se estaba obligando a retroceder en todos los frentes, solicitaban la paz. Querían una conferencia para firmar un armisticio... inmediatamente.

La Tierra también deseaba la paz. Una guerra interestelar es algo demasiado costoso como para que se pueda permitir que continúe durante más tiempo del preciso, y ésta duraba ya desde hacía más de trece años. Era necesaria la paz, pero no la paz a cualquier precio.

Lo malo era que los karna tenían la reputación de ser perdedores en las guerras, pero ganadores en las mesas de conferencias de paz. Eran unos interlocutores hábiles y persuasivos. Podían dar la vuelta a una desventaja hasta transformarla en una ventaja, y hacer que sus puntos fuertes apareciesen como débiles. Si triunfaban en el armisticio, podrían atrincherarse para realizar un rearme, y la guerra se reanudaría en unos pocos años.

Ahora, en este momento, podían ser derrotados. Podían ser obligados a permitir una supervisión del potencial de producción, obligados al desarme, dejados impotentes. Pero si el armisticio les era provechoso...

Por lo pronto, ya habían tomado la delantera en lo referente a las conversaciones de paz. Habían enviado una delegación completa a Saarkkad V, el planeta contiguo, un mundo helado habitado tan solo por animales de baja inteligencia. Los karna lo consideraban un terreno absolutamente neutral, y la Tierra no podía rebatir adecuadamente este punto. Además, exigían que la conferencia comenzase en el plazo de tres días, según el calendario terrestre.

La dificultad se hallaba en el hecho de que las ondas de comunicación interestelar viajaban a una velocidad endemoniadamente superior a la de las naves. Al gobierno terrestre le llevaría más de una semana el trasladar un navío hasta Saarkkad V. La Tierra había sido tomada por sorpresa, sin estar preparada para un armisticio, por lo que puso objeciones.

Los karna señalaron que el sol de Saarkkad estaba tan distante de Karn como de la Tierra, que el terreno elegido se hallaba tan solo a unos pocos millones de kilómetros de un planeta aliado a la Tierra, y que era injusto que la Tierra se tomase tanto tiempo en prepararse para un armisticio. ¿Por qué no había estado ya la Tierra preparada? ¿Es que pensaba proseguir la lucha hasta la total destrucción de Karn?

No habría sido problema si la Tierra y Karn hubieran albergado a las dos únicas razas inteligentes de la Galaxia. La comedia que estaban representando los karna necesitaba de un público. Pero a todo lo largo de la Galaxia había otras razas inteligentes, muchas de las cuales habían permanecido lo más neutrales que les había sido posible durante la guerra entre la Tierra y Karn. No tenían ninguna intención de meter sus narices, hablando en sentido figurado, en una lucha entre las dos razas más poderosas de la Galaxia.

Pero quien venciera en el armisticio se encontraría con que algunas de las razas, ahora neutrales, estarían a su lado si la guerra estallaba de nuevo. Si los karna jugaban bien sus bazas, su lado sería lo suficientemente poderoso como para triunfar en la siguiente vez.

Así que la Tierra tenía que presentar una delegación para que se entrevistase con los representantes karna en el plazo de los tres días, o perdería algo que tal vez se convirtiese en un punto vital durante las negociaciones.

Y ahí es donde intervenía él.

Había sido nombrado Ministro Extraordinario y Plenipotenciario para la conferencia de paz Tierra-Karn.

Miró de nuevo al techo.

–¿Qué puedo hacer? –dijo suavemente.



Al segundo día de la llegada del mensaje, Malloy tomó su decisión. Conectó el interfono y dijo:

–Señorita Drayson, llame a James Nordon y a Kylen Branyek. Deseo verles inmediatamente a ambos. Haga pasar primero a Nordon, y dígale a Branyek que espere.

–Si, señor.

–Y mantenga la grabadora encendida. Puede archivar luego la cinta.

–Si, señor.

Malloy sabía que, de cualquier manera, la mujer iba a escuchar por el interfono, por lo que era mejor autorizarla a que lo hiciera.

James Nordon era alto, de anchas espaldas y unos treinta y ocho años de edad. Su cabello comenzaba a platear en las sienes, y su agradable rostro parecía frío y eficiente.

Malloy le indicó con un gesto que tomara asiento.

–Nordon, tengo un trabajo para usted. Será probablemente uno de los trabajos más importantes que tenga en su vida. Puede significar mucho para usted... promociones y prestigio si lo realiza bien.

Nordon asintió lentamente:

–Sí, señor.

Malloy le explicó el problema de las conversaciones de paz con los karna.

–Necesitamos un hombre que pueda superarlos en astucia –terminó Malloy– y, a juzgar por su expediente, creo que es usted ese hombre. Naturalmente, es arriesgado. Si toma malas decisiones, su nombre será vilipendiado en la Tierra, aunque realmente no creo que esto sea muy posible. ¿Acaso quiere tener empleos de poca monta toda su vida? Claro que no. Partirá en una hora hacia Saarkkad V.

Nordon asintió de nuevo.

–Si, señor; ciertamente. ¿Iré solo?

–No –le contestó Malloy–, voy a enviar a un ayudante con usted... un hombre llamado Kylen Branyek. ¿Ha oído hablar alguna vez de él?

Nordon negó con la cabeza.

–No que yo recuerde. ¿Debería haber oído hablar de él?

–No; al menos, no necesariamente. No obstante, es un profesional bastante astuto. Sabe mucho de legislación interestelar y es capaz de divisar una trampa a un kilómetro lejos. Naturalmente, usted llevará el mando, pero deseo que preste una especial atención a sus consejos.

–Lo haré, señor –afirmó, agradecido, Nordon–. Un hombre así puede ser muy útil.

–De acuerdo. Ahora vaya a ese despacho de al lado. He preparado un resumen de la situación y tendrá usted que estudiárselo, hasta metérselo en la cabeza, antes de que parta la nave. No hay mucho tiempo, pero son los karna los que llevan la batuta, y no nosotros.

Tan pronto como Nordon hubo salido, Malloy dijo suavemente:

–Haga entrar a Branyek, señorita Drayson.

Kylen Branyek era un hombre diminuto con un cabello color marrón rata que crecía pegado a su cráneo, y unos duros y penetrantes ojos obscuros ensombrecidos por unas espesas y protuberantes cejas. Malloy lo hizo sentarse.

De nuevo explicó el asunto de la conferencia de paz.

–Naturalmente, a cada momento tratarán de engañarnos –finalizó–. Son astutos y traicioneros, por lo que nosotros tendremos, por fuerza, que ser aún más astutos y traicioneros que ellos. La misión de Nordon es estar tranquilo y evaluar los datos, la suya será el hallar las rendijas que se estén dejando para su uso propio y taponarlas. No antagonice con ellos, pero no sea tampoco amistoso. Si ve algo sucio, avise inmediatamente a Nordon.

–No dejaré pasar nada, señor Malloy.



Para cuando llegó la nave de la Tierra, la conferencia de paz duraba ya cuatro días. Bertrand Malloy tenía informes completos de todas las conversaciones, retransmitidas a través de la nave que había llevado a Nordon y Branyek a Saarkkad V.

El Secretario de Estado Blendwell hizo una etapa en Saarkkad IV antes de pasar a V para hacerse cargo de la conferencia. Era un hombre alto y delgado, con unos pocos manojos de cabellos grises en una cabeza bastante calva, y ostentaba una abierta sonrisa profesional que no concordaba demasiado con sus calculadores ojos.

Tomó la mano de Malloy y la estrechó efusivamente.

–¿Cómo está usted, señor Embajador?

–Estupendamente, señor Secretario. ¿Cómo va todo por la Tierra?

–En tensión. Están esperando saber que es lo que sucede en Cinco. Por otra parte, también yo lo estoy esperando. –Sus ojos denotaban curiosidad–. Así que decidió no ir usted en persona, ¿eh?

–Pensé que sería lo mejor. En lugar de eso, envié un buen equipo. ¿Querría ver los informes?

–¡Naturalmente!

Malloy se los entregó y, mientras los iba leyendo, lo contempló. Blendwell era un hombre seleccionado por sus conexiones políticas y, aunque era un buen tipo, no conocía los vericuetos del Cuerpo Diplomático.

Cuando el Secretario alzó finalmente la vista dijo:

–¡Extraordinario! ¡Han parado los pies a los karna en cada uno de los puntos! ¡Los han vencido! ¡Han logrado no solo igualar, sino superar al mejor equipo de negociadores que podían enviar los karna!

–Esperaba que lo hiciesen –dijo Malloy, tratando de aparecer modesto.

Los ojos del Secretario se entrecerraron.

–He oído hablar del trabajo que ha estado llevando usted a cabo aquí con... esto... enfermos. ¿Es este uno de sus... ejem... éxitos?

Malloy asintió con un gesto.

–Eso creo. Los karna nos enfrentaron con un dilema, así que yo se lo devolví.

–¿Qué quiere decir eso?

–Nordon tiene un bloqueo mental que le impide tomar decisiones. Si invitase a salir a una chica, tendría dificultades para decidir si besarla o no, hasta que ella decidiese por él, en un sentido o en otro. Es de esa clase de personas. Hasta que no le es presentada una decisión, clara y única, que no admita alternativas, no puede hacer nada.

«Como puede ver, los karna trataron de darnos varias alternativas para cada punto, todas ellas con trampa. Hasta que retrocedieron hasta una posibilidad única y probaron que no tenía ninguna trampa, a Nordon le fue imposible tomar una decisión. Le recalqué lo importante que era esto. Y, a más importantes sean las decisiones que ha de tomar, más incapaz es de tomarlas.

El Secretario asintió lentamente.

–¿Y qué hay de Branyek?

–Paranoico –dijo Malloy–. Cree que todo el mundo está complotando contra él. Y en este caso llevaba razón, porque los karna estaban complotando contra él. Fuera lo que fuese lo que presentasen, Branyek estaba convencido de que, en alguna parte, había una trampa, y rastreaba buscándola. Aún cuando no hubiese ninguna, los karna no podían llegar a satisfacer a Branyek, porque este está convencido de que siempre tiene que haberla... en alguna parte. Como consecuencia, todos sus consejos a Nordon, todas sus preguntas acerca de las posibilidades más absurdas, no servían más que para evitar que Nordon saliese de su confusión.

Honestamente, esos dos hombres están haciendo lo mejor que saben por ganar en la conferencia de paz, y al hacerlo están haciendo tambalearse a los karna. Estos pueden ver que no estamos tratando de ganar tiempo, ya que nuestros hombres están realmente tratando de llegar a una decisión. Pero lo que los karna no ven es que esos hombres, como equipo, son invencibles, ya que, en esta situación, son psicológicamente incapaces de perder.

El Secretario de Estado asintió de nuevo aprobadoramente, pero en su mente había, aún, una pregunta por responder:

–Ya que sabía todo esto, ¿no podía haberse hecho cargo usted mismo?

–Tal vez, aunque lo dudo. Es posible que hubieran conseguido envolverme atacándome por algún punto débil. Nordon y Branyek tienen puntos débiles, pero los llevan cubiertos por una armadura. No: me alegro de no haber podido ir. Es mejor así. –¿No haber podido ir, señor Embajador?

Malloy lo observó.

–¿No lo sabía? Ya me pregunté por qué me habría designado a mí. No, no podía ir.

La razón por la que estoy aquí, enterrado en esta oficina, oculto para los saarkkados, tal como lo haría cualquier buen jerifalte saarkkad, es porque me gusta que sea así. Sufro de agarofobia y de xenofobia.

«Tienen que drogarme para meterme en una espacio-nave, porque no puedo enfrentarme con todo ese espacio vacío, aunque sea protegido por un casco de acero. Y –un gesto de revulsión se pintó en su rostro–: ¡no puedo soportar a los alienígenas!

1 comentario:

Fearuth dijo...

Este es un relato que tiempo ha,y me refiero a realmente bastante tiempo,comenté a algunos amigos me había encantado.Y bueno,hoy al fin reuní valor para enfrentarme a mi biblioteca,buscarlo y ofreceroslo para deleite de vuestras neuronas y carrillos :)